martes, 11 de diciembre de 2012

El castillo blanco 4 - Tinieblas

La pobre Katherinne aterrizó sobre una montaña de lo que parecía paja amontonada, fría y húmeda. Aunque sólo podía ser una suposición, pues estaba rodeada de las más profundas tinieblas. Lo que fuera que notase le picaba, pero no sintió dolor. No fue una larga caída y tampoco un dañino aterrizaje. Sin embargo, otras cosas ocurrían en el interior de su ser. El frío mojado se le pegaba en la piel, a la vez que el miedo, como una mano nívea que la agarraba por dentro, la asediaba. Largos segundos pasaron, en los que ella aguantaba la respiración, por no moverse. Rendida, abrió la pequeña boca para tomar aire que su cuerpo echaba de menos. El pesado hedor de la naturaleza muerta se abrió paso a sus entrañas. Entró como si ella sorbiera la niebla ancestral, el cuerpo de los fantasmas antagonistas de sus cuentos de miedo... Su olfato quedó atrapado. Y en la oscuridad tampoco reinaba la calma. Leve, pero incesante, era el goteo que Kathe no oía, sino escuchaba. El agua, resonando en el lugar, cortaba toda quietud.

El colapso de sus sentidos hizo que la niña perdiera la noción del tiempo. Los segundos le tardaban en venir, y los minutos se deshacían con mucha lentitud. Quedó quieta por mucho tiempo, incapaz, pero por voluntad, a la vez que los pensamientos se arremolinaban en su cabeza. Si hubiera estado en otro lugar, su mente estaría con su padre, dejándola preocupada. Pero su mente estaba aprisionada, paralizando su cuerpo durante la silenciosa tortura. Se le antojaba a veces que estaba herida, pero no notaba el dolor, y que las gotas de agua que retumbaban no eran de agua, sino las de su propia sangre, abandonándola poco a poco. Caricias imaginarias recorrían su piel, y erizaban su escaso vello. Temblaba, y quería gritar, y quería llorar... pero ni eso se permitía hacer. Las horas que ya pasaban eran la prueba de que la soberbia imaginación puede ser una trampa.

No veía llegar el momento en que terminara su horror. ¿No había sido engullida por una planta-monstruo? Quería ser digerida de una vez, que pasara lo que tuviera que pasar, pero en el ahora. Por favor... Le habría rogado a la planta que la saboreara si fuera de su gusto, pero que acabara. Ella era buena, ella se portaba muy bien y haría lo que fuese para que su cazadora fuera feliz comiéndola.

Había movido los labios, diciendo esto en un susurro. La voz le había regresado, pero no hubo respuesta, ni movimiento, ni cualquier otra señal. Quiso hablar de nuevo... pero ya no podía. Paralizada como estaba, esperó, recordando que las plantas no tienen oídos. Ella sería buena y no se movería... Las imaginaciones regresaban, pues escuchaba algo parecido al retorcer de la madera vieja. El corazón se le subió a la cabeza, y podía sentir sus agitados latidos. Katherinne, con el ser despojado de voluntad, se hizo un ovillo. Ya no le importaba el olor agresivo, renegó de las sombras, ignoró el penetrante goteo y se había acostumbrado al picor y la humedad de la superficie en que se apoyaba. Sólo quería dejar de existir.


* * *

Tardó un largo tiempo en darse cuenta de que una vez más, se había movido. Y nada cambiaba. En realidad, la planta no se movería, sentenció. Entonces ella sí lo haría. Deseó en lo más profundo de su alma estirar el brazo, y lo consiguió. Volvía a ser dueña de sí misma.

Así, se arrastró sobre la montaña deforme. A menudo tenía que detenerse, porque sus piernas o sus brazos se hundían en una sustancia pegajosa, o su ropa, que se enganchaba en todo, la entorpecía. Continuó, sin dejar de ser atacada por la inquietud. Las lágrimas, reprimidas por mucho, salían, acompañadas por un triste gimoteo. Lloraba, sí, pero estaba luchando.

El mar mugriento parecía no tener fin. A oscuras no sabía cuánto había recorrido y le parecía mucho. Por enésima vez, su cuerpo la limitaba. Sus extremidades estaban muy agotadas y tuvo que detenerse. La pobre no sabía qué hacer ya.

Sintió entonces una bocanada de aire caliente, y para culminación de sus horrores, un crujido tan real como el dolor en sus manos arañadas. A continuación, oyó pasos. Unos pasos esforzados que se arrastraban. Y una ruidosa respiración. La oscuridad quedó rota cuando de una esquina no muy lejos de ella irrumpió un candil, agarrado por una mano gris. La luz de la llama amarillenta dejó el lugar a la vista. El corazón le dio un vuelco y toda ella quedó inamovible. Ya no estaba sola...