
Hace muchos,
muchos años, en una tierra perdida bañada por la luz de la luna, había una
colina azul que estaba rodeada por un bosque de pinos frondosos. Allí, siempre
era de noche, y la luna blanca era la que daba calor y alimentaba a las
plantas.
Acostada
sobre una cama de hierbas mullidas, se encontraba una niña muy bonita de
cabellos lacios. Llevaba un vestido oscuro muy largo para una niña, que le
hacía parecer una princesita de cuento. Aquella noche, se había acostado tarde
en la cama de su casa, aquella casita al lado del río y la pradera soleada. Y
tardó en dormirse porque hacía tres días que su mamá no volvía del pueblo.
Ahora había despertado en aquel extraño mundo, sobre la cama de hierbas azules.
Extrañada,
se levantó y dio una vuelta sobre sí misma para observar lo que había
alrededor. Tocó la hierba azul y dijo “qué hierba más rara”, miró el bosque que
se extendía hacia lo lejos colina abajo y dijo “qué árboles tan raros”. Eran de
color azul marino. Miró hacia arriba. El cielo nocturno estaba claro, y podía
ver en él un precioso dibujo de estrellas y planetas de colores, coronado por
la Reina Luna, y dijo “qué grande es la luna esta noche”. Y realmente era
enorme, llena, y plateada. Bajó la mirada un poco, y quedó sorprendida. En la
otra parte de la colina, que era muy extensa, había un castillo muy muy grande.
Parecía como hecho de perlas: blanco, tan puramente blanco que brillaba al son
de la luz de la luna. Sus torres estaban en cantidad, y eran tan altas que
desafiaban al mismísimo cielo con sus puntas afiladas. Las ventanas tenían
vidrieras de colores místicos, que brillaban como las piedras preciosas en las
coronas de los reyes. Unos muros solemnes hacían la parte delantera de la gran
fortaleza, y estaban guardados por gárgolas que tenían forma de monstruos y de
ángeles. Y el portón también se veía de tan lejos. Parecía de metal, porque relucía
aun más que las paredes del castillo. Todo entero emanaba un aura plateada que
encandilaba los ojos de la jovencita. Entonces, alguien la llamó por su nombre:
—¡Katherinne!
Nuestra niña
se volvió hacia la voz que la llamó. No muy lejos de ella, se acercaba un hombre
con aspecto de príncipe. Era alto, y lo primero que destacaba de él era una
capa negra aterciopelada, muy larga, que ondeaba al compás de su movimiento.
Avanzaba, y Katherinne podía ver destellos de su ropa oscura, que era soberbia,
ribeteada en tonos plateados. Además, colgaban de su cintura algunos
instrumentos, entre los cuales ella distinguió una especie de violín antiguo y
una espada. Cuando estuvo a escasos metros, se detuvo.
Entonces
Kathe se fijó en su rostro. Le era curiosamente familiar. Era ligeramente
alargado, de piel clara aunque ligeramente poblado por barba. Tenía el cabello
moreno, tan lacio como el de ella, y recogido en una cola larga que se perdía
en su espalda. Sus ojos eran mágicos, casi plateados. Éstos infundieron en ella
una sensación muy extraña. Lo había visto antes. Pero no tenía miedo… más bien
sentía confianza hacia aquel hermoso príncipe de las sombras. Se sonrieron con
eterna afabilidad durante unos instantes.
—¿Papá? —Dijo
la pequeña— ¿Eres papá?
—Mi dulce y
encantadora Katherinne —contestó el príncipe— Has crecido mucho. ¡Al fin has
venido!
Se abrazaron
en un tierno instante. Katherinne apenas lo conocía, pero sabía que era su
padre. Mamá le contaba que él se había ido, que ya no estaba con ellas… Pero
ella sabía que algún día conocería a su papá. Y allí lo tenía.
—Hija mía,
llevo tantos años esperando volver a verte… —dijo él— Pero a la vez lamento que
estés también atrapada en éste mundo. Quiero que me escuches con atención.
Katherinne
se sentó en la fresca hierba, y abrió las orejas a aquél papá soñador del que
su madre le había hablado tanto.
—Hace años,
este mundo me engulló y me arrancó de mamá y de ti —dijo él—. Yo pensaba que no
os volvería a ver, pero empecé a investigar. Aquí hay muchas criaturas, casi todas
muy curiosas y habladoras, buenas y malas. La más malvada y la horrible de
todas ellas es una bruja que reina en aquel castillo en la distancia. Ella y yo
no somos muy amigos, y siempre me ha visto como un intruso. Sus secuaces malos
me persiguieron, tenían formas muy extrañas, monstruosas, pero a la vez
encantadoras.
—Oh, pobre
papá —musitó ella, abrazando sus piernas—. Habrás estado muy solo.
—Uy, solo
no. Las criaturas de este bosque me acogieron y cuidaron de mí. A cambio yo les
enseñé poesía, a cantar y bailar —dijo él, sonriente- Eran muy felices. Con su
ayuda he podido eludir a la bruja reina, y he vivido muchas aventuras, todas
muy emocionantes, y con final feliz.
—¿Como los
cuentos? —Preguntó Kathe, ilusionada— ¡Me gustan las historias con final feliz! —De hecho, le encantaba leer y que leyeran historias de fantasía. Siempre
imaginó que su papá sería un poderoso caballero que atizaba a los malos con su
espada dorada.
—Sí, a mí
también —le dijo, devolviéndole una sonrisa- Pero no parece que siempre fuera
así, porque hace tres días, la bruja conjuró sus poderes astrales para realizar
un conjuro. Así, pudo viajar a través del tiempo y del espacio. Encontró a mamá,
y se la llevó al fondo del castillo blanco. Ahora está encerrada en una de las
mazmorras más profundas, y no la va a sacar si no me entrego y me caso con
ella.
—¿Con la
bruja? ¡Eso es horrible, papá! —Exclamó Katherinne- Pero tú no lo harás, y
rescatarás a mamá. ¿Verdad, papá?
Su padre
revolvió su pelo y sonrió.
—No, cariño
mío. Yo no puedo. Pero tú si, y yo te ayudaré.
—Pero yo no
soy ninguna heroína, papá…
—Claro que
lo eres —dijo él, asintiendo— Sólo los de corazón puro pueden pedir a las
puertas del castillo que se abran. Sólo los de corazón puro podrán atravesarlo
sorteando todos sus obstáculos y sus misterios. Yo no puedo hacer eso, hija
mía, porque mi corazón está corrompido por la sombra.
—Oh, ¿eso es
malo, papá? —preguntó con inocencia.
-No tiene
por qué, Kathe. Pero eso ya me impide entrar ahí. Tuve suerte del error de la
bruja al sacar a mamá, porque a la vez también te invocó a ti. Te necesito y
por eso te llamé. Una niña tan hermosa y tan pura como tú tiene lo que se
necesita para llegar ahí dentro.
—¡Quiero
rescatar a mamá! —dijo la niña— Pero tengo miedo.
—No tengas
miedo. Recuerda a los héroes de los cuentos. Ellos no se echarían atrás —le respondió,
y le dio la mano.
Ella dudó
unos instantes. Su madre estaba encerrada, y su padre, un escurridizo juglar de
los bosques que había sorteado muchos peligros pedía su ayuda. La pequeñita
guerrera de dentro de su corazón dio un brinco. ¡Era hora de jugar!
Tomó la mano
de su papá, Kountley, y juntos atravesaron la pradera camino al castillo
blanco.