Ahora Katherinne y
Kountley se encontraban ante un enorme jardín que ocupaba todo el patio
del castillo. Había muros y estatuas de arbustos, de colores usuales como el
verde, o tan raros como el rosa brillante. Ante ellos, había orquídeas, rosas,
camelias, margaritas, cactus… Y otras flores que Kathe no logró reconocer.
Árboles muy altos, o bajos, rectos y curvos, con las ramas en espiral, picudas,
alargadas, rechonchas, viejas y jóvenes…
Hasta donde se extendía la vista. Un extraño espectáculo para la vista,
iluminado por la enorme luna. Justo a dos pasos de ellos encontraron un cartel,
que rezaba: Jardín de las flores lunáticas. No molestar al señor de éstas.
A lo lejos, se podía oír un canto de timbre muy dulce, pero
con una melodía un tanto estridente y repetitiva. Algún pajarillo se estaba
esforzando en cantar algo alocado, o demasiado moderno. A Kathe le gustaba
mucho lo que veía, pero no separó la mano de su padre. Caminaron, y a ella le
pareció que pasaran horas. Las plantas cada vez eran más extrañas: retorcidas,
demasiado alargadas hasta el punto de perder el equilibrio, con ojos… Puaj.
Entonces se encontraron con una bolita de pelo blanco en
medio del camino empedrado. Se acercaron con cautela, pero ésta se movió para
volver a su forma original. Era un gatito blanco precioso, muy muy pequeño y de
ojos azules como zafiros. Cuando Kathe se acercó a tocarlo, el gatito se
estremeció, le clavó la mirada y le lanzó un chirrido tan ruidoso como molesto.
Resonó por todo el jardín, y algunas aves escondidas en los árboles
emprendieron el vuelo. Katherinne cayó al suelo del susto mientras el gato
huía sendero arriba.
—Esto no puede ser bueno —murmuró Kountley, después de ayudar a su hija a levantarse.
Justo cuando ya estaban en pie, el ruido de unos pasos
metálicos rompió la calma relativa de después del susto. Algo estaba viniendo. Kathe se pegó
más a su papá. Y llegaron. Eran unas criaturas alargadas, de madera recubierta
con metal, como marionetas pero sin los hilos, un poco más bajitas que Katherinne.
No dejaban de moverse de un lado hacia otro, porque quietos no podían
mantenerse de pie. Esto provocaba que emitieran sonidos de madera rozando y hierro
haciendo cric cric. Kountley dio un paso al frente para ponerse entre los
muñecos y su hija. Ella no sabía qué hacer.
—¡Kathe, hija, escapa! —le ordenó, mientras sacaba su
espada.
—¿Pero y tú, papá?
Él rió mucho, alejando a los monstruos con su arma según se
aproximaban, chirriando. Le dijo que no se preocupara, y que corriera tanto como pudiera. La
pelea iba a comenzar. Ella corrió, corrió tanto como sus pequeñas piernas le
permitían, hasta que vio acabar el sendero en un gran muro de ramas y hojas.
Oyó ruidos y miró atrás. Dos de esos muñecos malvados la estaban persiguiendo.
Gritó y siguió corriendo, saltó, y atravesó el muro de arbusto. Su vestido se
rasgó un poco después de aquello, pero no le importaba. Continuó, porque sabía
que los muñecos la seguirían. Y vio nuevamente su camino obstaculizado. Había
un riachuelo, cuya agua tenía un color azul antinatural. Tan extraño. Pero no
quería que la atraparan. Al llegar al lecho, intentó saltar, pero tropezó con
la piedra que le iba a servir de apoyo, y se mojó toda. Quería llorar, pero en
vez de eso se levantó, porque pensó en su papá. Él no querría que su hija fuera
una cobarde que se rinde a la primera. Así que escapó, mientras unas plantas
con ojos la miraban y los monstruos se detenían a los pies del riachuelo.
Al fin, se detuvo. Estaba agotada, magullada, mojada y con
arañazos en el vestido. Observó un poco para saber dónde estaba, mientras
recuperaba el aliento. Entonces sus ojos encontraron a un enorme ruiseñor con
un sombrero de copa, que también la miraba.
—¡Piojo! ¡De la sartén a las brasas! —dijo melodiosamente
el ruiseñor.
—¿Quién eres? —preguntó Kathe, con algo de miedo y
avergonzada.
—Yo soy el amo de este jardín, y me llaman Ruin Señor. ¿Qué
haces en mi jardín, piojo?
—¡Yo no soy un piojo! Me llamo Katherinne.
—¡Piojo! ¡Piojo! ¡Piojo! —canturreó—No has respondido a mi
pregunta.
—¡Vengo a decirle a la bruja que saque a mi madre de la
prisión! —exclamó Kathe, indignada.
—¿La bruja? Hace muuuuuucho que no se pasa por aquí. He de
pensar qué hacer contigo…
—¿Conmigo? Qué…
Pero era un poco tarde para quejarse. Unas ramas alargadas
de enredadera se entrelazaron en sus piernas y brazos, y la mantuvieron
apresada en el aire. Ella gritaba, mientras Ruín Señor la miraba y se reía
melodiosamente.
—¡Ah! ¡Diles que me suelten, por favor! —dijo Kathe,
mientras se le acercaban dos flores violáceas con fauces y mucha hambre.
—¡Piojo! Eres un piojo maleducado. Creo que te tiraré al
agujero. ¡Al agujero!
Kathe seguía gritando, mientras las enredaderas se
retorcieron como una catapulta. Segundos después, fue lanzada por los aires. “Aaaaaaaaaaah”.
Eso fue todo lo que dijo. Luego empezó a caer… Veía otra planta, muy alargada,
terminada en flor. Y dientes. Ñam. Ella no quería ser comida de planta. En
clase le habían dicho que algunas plantas comían insectos. Pero ella no era un
insecto. No era un piojo.
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah!
Y la planta se la tragó. Seguro que estaba rica. Bueno, no
menos que un pastel, pensó.