sábado, 14 de enero de 2012

Soñador

 Al caer la noche su corazón errante se apodera de él. Digamos que, el resto del día entretiene su ser con muchas tareas, y su mente se evade hacia la realidad más material. Sin embargo, las horas son caídas, y a medida que los colores se desvanecen, su mundo se hace más pequeño. Cuando resta en su pequeño santuario propio, su habitación, sólo queda con sus pensamientos.
No lo puede controlar. Es su alma, que le hace experimentar, que vuela tras estar todo el día recluida. Enciende a su amiga de cera, y deja caer su cuerpo sobre la cama encantada. Sus ojos se cierran.

Ya había vuelto a su lugar. El joven estaba de pie, en un jardín oscuro cubierto de hierba antinatural, de un color morado escaso de vida. Un seguido de hierbas de formas curiosas asomaba entre las gruesas hojas violáceas, como hilos y espirales venidas de los océanos abisales. Éste, y sólo éste, era su jardín secreto. Sólo para él. No lo entendía, dada su edad, aún necesitaba escapar de tal forma del mundo real. Quizás nunca había dejado de ser niño, o quizás ese paraje de plantas alimentadas por la luz de la luna era menos ficticio de lo que pensaba.

Emprendió el paso, como siempre. Las nieblas que tenía ante él se le abrían y le daban la bienvenida. Sin muchas prisas, llegó a un lago puro como un espejo. Su agua era de obsidiana, y el reflejo de la luna era como un broche de plata. El joven sabía que la hierba allí era mucho más cómoda, así que se sentó de rodillas. Volvió sus ojos azules, erráticamente, hacia el cielo. La Luna descendía en rayos blancos que llevaron su mirada al reflejo en el agua. Él respiró hondo, fresco. Ante él aparecían varias manos de un gas brillante, que acariciaban su cuerpo y lo despojaban de sus vestiduras. Lo tocaron así durante unos momentos, y luego se apartaron poco a poco de él, suspendidas. En su despedida, se desvanecieron en el aire.

Un par de lágrimas caían por sus mejillas claras. La soledad penetraba en él hacía unas horas, y entonces estaba alcanzando su punto álgido. Su ser, hondamente solitario, ansiaba un alma gemela. “Parajes tan hermosos existen para recorrerlos en pareja” pensó.

Solo y frío se sentía. El calor de todas las cosas parecía salir despedido, irradiado alrededor de él. Un alfiler de hielo arañaba lo más profundo de él. La cabeza le descendía, la mirada se volvía perdida, y sus brazos en un intento desesperado de encontrar algo, o mejor dicho alguien se aferraron a él, abrazado.

Un destello lo sorprendió levemente. Las luces del reflejo lunar cobraban vida. Salían de la superficie del lago y se acumulaban, para formar una especie de holograma tridimensional. Se alargó y brilló más intensamente, en una transformación lenta. Acabó por adoptar una bella forma de mujer, toda de plata. Era exactamente como la señorita a la que él amaba en silencio, todos los días, la dueña de sus pensamientos y la razón de todos los suspiros. Además flotaba, pues salían un par de alas férricas de su espalda. La dama extendió su delicado brazo hacia él, y flotó suavemente en su dirección.

El joven observaba sorprendido, y también se acercó. Se tomaron las manos. Ella tenía un tacto muy liso, como si fuera de mármol perfectamente tallado, también cálido. El chico aproximó la mano de plata a su corazón, y la sostuvo con ambas manos. Ella se inclinó, y lo rodeó con su otro brazo. Quedaron así fundidos, en silencio, y la escena se comenzó a oscurecer, desde fuera hacia adentro, hasta que los cubrió. Ya dormía.

Tras un largo sueño y placentero, René despertó abrazado a sí mismo, rodeado de un lío de sábanas. La vela que había encendido se había consumido entera durante la noche. Faltaban escasos minutos para que el despertador sonara. Es hora de volver a la realidad, amanece un nuevo día. Se consoló entonces, pues hoy quizá podría verla a ella…

jueves, 12 de enero de 2012

El Duelo

 *Este pequeño relato estrena toda una serie de cuentos sobre buenos caballeros, buenas damas, héroes y sus aventuras. Pretendo compendiarlos algún día y os mostraré alguno más otro momento.
El Duelo, específicamente, está bastante recargado de recursos, por lo que recomiendo para él una lectura sosegada. Espero que sea de vuestro agrado*






Se citaron medidamente en aquella excelsa colina, aquel bulto bien subido a unos ocho miles de pasos de su pueblo.

De cabellera de hierba verde, ahí está, coronada por un despreocupado almendro, cuyas ramas tocan el suelo. Curiosa es la cruz tallada en mármol, que desde no muy largo tiempo la acompaña. Tumba de algún caprichoso que no tenía mejor lugar donde dejarse enterrar, quizá. Noche oscura arriba, seca de nubes, clara de luceros. La gran piedra blanca ya se había pasado por ella.

“Aqueste viernes, cuando sea lo más oscura la noche, es decir cuando la vieja luna se haya marchado, será nuestra resolución”

Aquí están los dos. Rostro sombrío, mirada impasible, señores sombreros, ondeantes capas coloridas. Carnes jóvenes y  fuertes, de corazones embravecidos, pero quemados, heridos, rabiosos, destruidos.
Se acercan a tímido paso a la clara tumba. La observan. Del almendro al mismo tiempo despuntan dos capullos blanquecinos. Sentimiento de culpa, luego de desdén, luego de rabia, luego de desesperación, luego de odio. Mas no hay expresión en ninguno de los dos rostros.

Ahora se alejan el uno del otro con el paso bien firme, que hemos venido aquí a hacer algo.

¿De quién será el sepulcro? ¿De una madre, de alguna amada dama por ambos, un hermano caído, un semblante admirado? ¿Sería un enemigo? Qué más da.

Y ellos dos, ¿serán compañeros? ¿Viejos amigos, quizá? A lo mejor son rivales en el amor. Puede que sean hasta hermanos. ¿Enemigos jurados? Bien da igual.

Ahora se observan fijos. No abren la boca, pues, ¿es necesario?

“¿Queda alguna duda?” Preguntan los ojos de uno. “Ninguna” responden los otros, de vista serena. “Sabes lo que hay, pues”, volvió. “Batámonos ya”: iracunda mirada.

Paso apretado. Bien cerca, frente a frente. Ahora se vuelven, agitando sus plumas como pavos reales. Los corazones bombeando casi al son, a tumbos. Sonido de hierba, se levanta el pie. Uno. Dos. Contemos. Un gracioso viento que viene del bosque hace bailar las ramas del árbol expectante, mientras caminan rectos. Tiembla la pierna y el sudor se clava en las entrañas, que el viento dichoso ahora es frío. Veinte, queda poco.

Se gira el más joven. Va, empuña su pistola. Se tomó un buen tiempo al anochecer para cargarla bien. Cuando la eleva, emite un destello de noble acero, buena manufactura. Mira al otro: “Bien, apenas se ha girado”. Apunta. Su rapidez es ventajosa, ahora depende de su precisión… Pero treinta, y treinta pasos son muy lejos. Su pulso danza macabramente a la vez que su oponente ya lo está apuntando. Bum. Un fogonazo salvaje emerge, seguido por el humo. El joven tiene los ojos cerrados. Los abre. “Parece que sí le he dado” piensa. Él ha retrocedido en posición desequilibrada. ¿Va a caer? Bum, terrible destello. Calor en su cuerpo. Dolor. Ojos al techo estelar. Plof, cuerpo sobre la hierba.
Sorprendido está el ileso, pues él sí ha acertado. Su rival ha caído.

Se acerca para comprobar su victoria. Las tímidas flores del almendro comienzan a separar sus pétalos.

Golpeado por el destino, el muchacho abre los ojos. Palpa su camisa rasgada y nota los rubíes de sus carnes. Aun así sólo ha pasado rozando.

El casi exitoso gentilhombre observa sin crédito  como su contendiente se está levantando y echa mano a su cinto. Exhalación de fiero metal, brillo de pureza y un flamante estoque lo que acaba de desenvainar.

Deja su sorpresa entonces y arroja su pistola, pues de espadas es la hora. Juega con su bigote mientras enarbola su pesado sable, de poderosa hoja y aspecto imperial.
En silencio se ponen en posición de baile, y como dos rayos cruzan sus armas, que suenan coreando con el viento y las ramas del árbol mesías. Danzan soberbiamente, calculan, encajan, buscan un punto débil inexistente. La furia incrementa, así como las nubes visitan un cielo aún muy negro, pero con tonos morados. Avanzan y retroceden, golpe aquí, estocada allá. Es poesía el sonido de las agujas, diabólicamente encantador.

Una sonrisa acaba de caducar en el rostro bigotudo. Puntiaguda y rápida ha sido la hoja que ha penetrado la pierna derecha. Grito de dolor, pero retrocede y hace su guardia. Severo corte ahora en la espalda del desdichado joven. Siguen peleando, pues tienen en el alma grabadas la virtud y el valor. Los ríos carmesíes fluyen y tiñen la hierba, las heridas nuevas aparecen. Ya no es música esta pelea, pues la ira se traga las florituras y el baile. Ahora es un caos de jadeos, sangre y tajos furibundos. Aun así sigue sin aparecer palabra apreciable.

Los pétalos blanquecinos despiertan, que el señor de madera y soberbia cabellera quiere enseñar su esplendor a los espadachines. Cling, clang, uh. El plano celeste es gris, los nubarrones lo absorben sin ninguna sutileza.

Se observan los luchadores. Tienen las vestiduras rasgadas y ensangrentadas, curtidos portes embellecidos de forma macabra. Su motivo debe ser crucial, pues cargan de nuevo, voceando en sufrimiento y cólera. Salvaje patada se acaba de llevar el joven, su esternón cruje y casi sale despedido. Sin control impacta fuertemente contra el almendro, sus vivos rojos impregnan el tronco, y algunas de las bellas flores, ora blanquecinas, ora como rosas de pasión.

Y tras el golpe salvaje espada pretende casarlo con el tronco. Es esquivado y el pomposo árbol recibe la tremenda acometida. Por presumido.

Las espadas pierden fuerza, y no por voluntad. Lastimosos, no dejan de pelear: Son galardones de obstinación, o bien de sinsentido, según se vea.

El más mozo apoya su ser al grandioso vegetal que lleva su sangre, y la agotada espada rival encuentra temprano su pecho, y tanto lo quiere que lo atraviesa entero. Moribunda estocada le devuelve, casi cayendo sobre él, para terminar el sufrimiento de golpe, parado el corazón.

Muerto. Se desploma a pies del solemne tronco, y así lo riega. El joven ve venir su final poco a poco. Camina patoso, sin rumbo ni ritmo. Tropieza y la terrible hoja lo acaba de ensartar a reacción del suelo. Está encima de la imperativa cruz blanca, y ya como el honorable acto ha terminado, la rodea en sus brazos como a la más amada doncella. Se escurren los rayos de sol al romper las nubes, y el viento ya está calmado. La luz tapa sus ojos y él abraza el mármol, se funde con él. Sonríe. Está frío… Cuasi tanto como su cuerpo. Frío, frío, frío.

Ahora es la negra dama la que lo tiene en sus brazos.

Y así el almendro gozó de nuevo color para sus retoños. Dos almas que se van. Por un motivo que ignoro. Y apuesto a que ambos eran buenos hombres, de civilizados actos y gran nobleza, buena cuna.

Pasiones, pasiones que se llevan lo más bello. Y viejos árboles que nos lo cuentan.

Fin.

martes, 3 de enero de 2012

Void (vacía)

 Tanto arriba y tanto abajo
su alma y su empeño
su corazón y su vida
toda ella está partida.

Solitaria sigue
todas las noches en su lecho
abrazada está al aire
en sus brazos sostiene, pero no hay nadie

Ella sale y observa,
en estos tiempos primaverales
tantas gentes juntas en besos
mira y sus sentimientos no quedan ilesos

No deja de buscar
aunque cada día está más sola.

Nadie puede negar
que no deja de intentarlo
pero no deja de fracasar
la suerte le abandona, le deja pesar.

Ella ayuda a sus queridos
a encontrar lo que ella no tiene
con sus consejos ellos lo consiguen, el amor
pero nuestra dama sola sigue...

¿Quedará o bien habrá,
alguien que pueda acoger su perfecto corazón?
Tan suertudo será el hombre
que la salve y con tanta suerte
se quede con tan precioso trofeo hasta la muerte...

Pero ella...

No deja de buscar,
aunque cada día está más sola.

Salvador Bas