jueves, 12 de enero de 2012

El Duelo

 *Este pequeño relato estrena toda una serie de cuentos sobre buenos caballeros, buenas damas, héroes y sus aventuras. Pretendo compendiarlos algún día y os mostraré alguno más otro momento.
El Duelo, específicamente, está bastante recargado de recursos, por lo que recomiendo para él una lectura sosegada. Espero que sea de vuestro agrado*






Se citaron medidamente en aquella excelsa colina, aquel bulto bien subido a unos ocho miles de pasos de su pueblo.

De cabellera de hierba verde, ahí está, coronada por un despreocupado almendro, cuyas ramas tocan el suelo. Curiosa es la cruz tallada en mármol, que desde no muy largo tiempo la acompaña. Tumba de algún caprichoso que no tenía mejor lugar donde dejarse enterrar, quizá. Noche oscura arriba, seca de nubes, clara de luceros. La gran piedra blanca ya se había pasado por ella.

“Aqueste viernes, cuando sea lo más oscura la noche, es decir cuando la vieja luna se haya marchado, será nuestra resolución”

Aquí están los dos. Rostro sombrío, mirada impasible, señores sombreros, ondeantes capas coloridas. Carnes jóvenes y  fuertes, de corazones embravecidos, pero quemados, heridos, rabiosos, destruidos.
Se acercan a tímido paso a la clara tumba. La observan. Del almendro al mismo tiempo despuntan dos capullos blanquecinos. Sentimiento de culpa, luego de desdén, luego de rabia, luego de desesperación, luego de odio. Mas no hay expresión en ninguno de los dos rostros.

Ahora se alejan el uno del otro con el paso bien firme, que hemos venido aquí a hacer algo.

¿De quién será el sepulcro? ¿De una madre, de alguna amada dama por ambos, un hermano caído, un semblante admirado? ¿Sería un enemigo? Qué más da.

Y ellos dos, ¿serán compañeros? ¿Viejos amigos, quizá? A lo mejor son rivales en el amor. Puede que sean hasta hermanos. ¿Enemigos jurados? Bien da igual.

Ahora se observan fijos. No abren la boca, pues, ¿es necesario?

“¿Queda alguna duda?” Preguntan los ojos de uno. “Ninguna” responden los otros, de vista serena. “Sabes lo que hay, pues”, volvió. “Batámonos ya”: iracunda mirada.

Paso apretado. Bien cerca, frente a frente. Ahora se vuelven, agitando sus plumas como pavos reales. Los corazones bombeando casi al son, a tumbos. Sonido de hierba, se levanta el pie. Uno. Dos. Contemos. Un gracioso viento que viene del bosque hace bailar las ramas del árbol expectante, mientras caminan rectos. Tiembla la pierna y el sudor se clava en las entrañas, que el viento dichoso ahora es frío. Veinte, queda poco.

Se gira el más joven. Va, empuña su pistola. Se tomó un buen tiempo al anochecer para cargarla bien. Cuando la eleva, emite un destello de noble acero, buena manufactura. Mira al otro: “Bien, apenas se ha girado”. Apunta. Su rapidez es ventajosa, ahora depende de su precisión… Pero treinta, y treinta pasos son muy lejos. Su pulso danza macabramente a la vez que su oponente ya lo está apuntando. Bum. Un fogonazo salvaje emerge, seguido por el humo. El joven tiene los ojos cerrados. Los abre. “Parece que sí le he dado” piensa. Él ha retrocedido en posición desequilibrada. ¿Va a caer? Bum, terrible destello. Calor en su cuerpo. Dolor. Ojos al techo estelar. Plof, cuerpo sobre la hierba.
Sorprendido está el ileso, pues él sí ha acertado. Su rival ha caído.

Se acerca para comprobar su victoria. Las tímidas flores del almendro comienzan a separar sus pétalos.

Golpeado por el destino, el muchacho abre los ojos. Palpa su camisa rasgada y nota los rubíes de sus carnes. Aun así sólo ha pasado rozando.

El casi exitoso gentilhombre observa sin crédito  como su contendiente se está levantando y echa mano a su cinto. Exhalación de fiero metal, brillo de pureza y un flamante estoque lo que acaba de desenvainar.

Deja su sorpresa entonces y arroja su pistola, pues de espadas es la hora. Juega con su bigote mientras enarbola su pesado sable, de poderosa hoja y aspecto imperial.
En silencio se ponen en posición de baile, y como dos rayos cruzan sus armas, que suenan coreando con el viento y las ramas del árbol mesías. Danzan soberbiamente, calculan, encajan, buscan un punto débil inexistente. La furia incrementa, así como las nubes visitan un cielo aún muy negro, pero con tonos morados. Avanzan y retroceden, golpe aquí, estocada allá. Es poesía el sonido de las agujas, diabólicamente encantador.

Una sonrisa acaba de caducar en el rostro bigotudo. Puntiaguda y rápida ha sido la hoja que ha penetrado la pierna derecha. Grito de dolor, pero retrocede y hace su guardia. Severo corte ahora en la espalda del desdichado joven. Siguen peleando, pues tienen en el alma grabadas la virtud y el valor. Los ríos carmesíes fluyen y tiñen la hierba, las heridas nuevas aparecen. Ya no es música esta pelea, pues la ira se traga las florituras y el baile. Ahora es un caos de jadeos, sangre y tajos furibundos. Aun así sigue sin aparecer palabra apreciable.

Los pétalos blanquecinos despiertan, que el señor de madera y soberbia cabellera quiere enseñar su esplendor a los espadachines. Cling, clang, uh. El plano celeste es gris, los nubarrones lo absorben sin ninguna sutileza.

Se observan los luchadores. Tienen las vestiduras rasgadas y ensangrentadas, curtidos portes embellecidos de forma macabra. Su motivo debe ser crucial, pues cargan de nuevo, voceando en sufrimiento y cólera. Salvaje patada se acaba de llevar el joven, su esternón cruje y casi sale despedido. Sin control impacta fuertemente contra el almendro, sus vivos rojos impregnan el tronco, y algunas de las bellas flores, ora blanquecinas, ora como rosas de pasión.

Y tras el golpe salvaje espada pretende casarlo con el tronco. Es esquivado y el pomposo árbol recibe la tremenda acometida. Por presumido.

Las espadas pierden fuerza, y no por voluntad. Lastimosos, no dejan de pelear: Son galardones de obstinación, o bien de sinsentido, según se vea.

El más mozo apoya su ser al grandioso vegetal que lleva su sangre, y la agotada espada rival encuentra temprano su pecho, y tanto lo quiere que lo atraviesa entero. Moribunda estocada le devuelve, casi cayendo sobre él, para terminar el sufrimiento de golpe, parado el corazón.

Muerto. Se desploma a pies del solemne tronco, y así lo riega. El joven ve venir su final poco a poco. Camina patoso, sin rumbo ni ritmo. Tropieza y la terrible hoja lo acaba de ensartar a reacción del suelo. Está encima de la imperativa cruz blanca, y ya como el honorable acto ha terminado, la rodea en sus brazos como a la más amada doncella. Se escurren los rayos de sol al romper las nubes, y el viento ya está calmado. La luz tapa sus ojos y él abraza el mármol, se funde con él. Sonríe. Está frío… Cuasi tanto como su cuerpo. Frío, frío, frío.

Ahora es la negra dama la que lo tiene en sus brazos.

Y así el almendro gozó de nuevo color para sus retoños. Dos almas que se van. Por un motivo que ignoro. Y apuesto a que ambos eran buenos hombres, de civilizados actos y gran nobleza, buena cuna.

Pasiones, pasiones que se llevan lo más bello. Y viejos árboles que nos lo cuentan.

Fin.

1 comentario:

  1. Lo prometido es deuda, así que he aquí la prueba de que me he pasado a leer.

    Me gusta la formalidad y la severidad con la que escribes, espero que sea un efecto querido, es un relato de tono muy solemne. De hecho, tiene un toque muy romántico, muy conseguido.

    Por otro lado, me encantan las "rosas de pasión" en que se convierten las flores blanquecinas del almendro.

    Por cierto, no sé por qué la idea de la muerte de los dos caballeros en ese paisaje solitario me ha hecho pensar en la famosa pregunta "¿Sí un árbol cae cuándo no hay nadie cerca hace ruido? Vete a saber por qué.

    Sigue así =)

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